dimarts, de gener 15, 2008

[ es ] El “exterior constitutivo”

Entre los múltiples méritos del filósofo francés Jacques Derrida sin duda se encuentra el de haber señalado la importancia que para la configuración de las identidades colectivas tiene aquello que denominó “exterior constitutivo”. Por tal se entiende el hecho de que para definir un “nosotros” sea necesaria alguna forma de alteridad, un “otro” que nos produce en no menor medida que nuestro deseo de afirmarnos. Disponemos de la capacidad para identificarnos en el común porque sabemos qué es lo que no somos con independencia de que estemos en condiciones de afirmar qué queremos ser.

Por otra parte, resulta un hecho conocido y altamente estudiado que la política de la identidad se ha convertido en el motor por excelencia del antagonismo social en las sociedades del capitalismo cognitivo. Las identidades colectivas sobre las que se funda hoy el antagonismo, sin embargo, no son ya identidades únicas, simples, estáticas y perennes como lo eran la clase, el género, la nacionalidad, etc. Al contrario, se trata de identidades múltiples, complejas, fluidas y recombinantes; identidades contingentes que se remiten a la “singularidad cualquiera” (por ejemplo, independentista-autónomo-queer, eco-comunista-libertario, etc.) y han nacido de las propias dinámicas antagonistas, de la política del movimiento. La identidad no es algo prístino, anterior al conflicto, sino consustancial a él, intrínseca al poder constituyente.

La principal ventaja de este cambio paradigmático en la comprensión política de la identidad radica en su irreductibilidad al poder soberano en su acepción clásica. Dicha acepción, fijada por Jean Bodin en Los seis libros de la república (1576), se refería a la soberanía como el “poder de vida y muerte” (vitae necisque potestas) que se puede ejercer sobre los cuerpos y los trasciende, instituyendo con ello la política como dominación. Frente a esta concepción de lo político en la que el soberano es “quien decide sobre la excepción”, se contrapone hoy la exigencia de la soberanía como “decisión sobre la decisión” o “derecho a decidir”.

No cabe duda que el exterior constitutivo es un factor decisivo en el funcionamiento de la política de la identidad. Cosa distinta es que el exterior constitutivo, tal y como pretenden autores como Ernesto Laclau, Slavoj Zizek o Chantal Mouffe, opere en función de alguna modalidad de dialéctica. Más parece por el contrario, que el potencial emancipador del exterior constitutivo radique en su capacidad para facilitar la cooperación entre singularidades en el marco de un antagonismo en el que la política del movimiento se remite al plano de inmanencia. En este sentido, cabe precisar que el exterior constitutivo opera mediante un doble movimiento: vertical frente al poder soberano, reivindicando la nación o dignidad de nacimiento, y horizontal respecto a las singularidades con que se coopera dentro de la multitud.

Vayamos al terreno de lo concreto: cuando nos referimos al exterior constitutivo en su dimensión vertical nos encontramos con marcadores simbólicos como “Estado español”, “OTAN” o “imperialismo”. La tensión constituyente opera aquí como escisión de lo uno a lo múltiple. En contraposición, pues, al carácter unitario y sólido del ejercicio del poder soberano se contrapone un cuerpo social definido por su multiplicidad y fluidez (el que se ha dado en llamar “enjambre de la multitud”). La revuelta de la banlieu, y en menor medida la intifada pueden ejemplificar esta relación respecto al poder soberano en su acepción clásica.

Pero más allá de esta lógica, el exterior constitutivo opera horizontalmente en la política del movimiento mediante la política del reconocimiento. Los marcadores en este caso son experiencias políticas que las distintas singularidades identifican como efectuación virtuosa de la potencia política por parte del otro. Ejemplos claros, en este sentido, los constituyen, entre otros y con independencia de su concepto de soberanía, el Zapatismo, la izquierda abertzale, el chavismo, el indigenismo, la autonomía italiana de los años setenta, el guevarismo o el anarquismo de la II República. En todos estos casos, cabe observar un uso discursivo legitimador por parte de las distintas singularidades del movimiento. Así, los independentistas encuentran en la izquierda abertzale el reflejo de su deseo de la política, mientras que los anarquistas no son capaces de olvidar la Barcelona de los años treinta o los autónomos sueñan con la Italia de la onata rivoluzionaria, y así sucesivamente.

Nada de malo hay en todo ello para la política del movimiento (al contrario) siempre que se opere desde la política del reconocimiento y el principio de realidad. Gracias a estos exteriores constitutivos, las singularidades construyen universos de sentido y pueden encontrar la ilusión necesaria para movilizar recursos y hacer frente a la adversidad. Con todo, la política de la identidad también tiene sus riesgos: el sectarismo y la paranoia, el teoricismo y la obsesión escolástica, el vanguardismo y la disociación del cuerpo social, el militarismo y la clandestinidad innecesaria. No son pocos quienes han pagado, a veces con los precios más altos, el coste de esta generosidad humanamente tan desbordante como tácticamente poco inteligente. Y es que, desafortunadamente, los exteriores constitutivos suelen estimular las tonalidades dramáticas, olvidando las ironías de la historia.