dimecres, de desembre 30, 2009

[ es ] ¿Refundar lo irrefundable? Razones para el escepticismo

Versión "2.0 extended" del artículo publicado en Diagonal, nº 116, págs. 33-34 (el artículo es tan sólo el apartado final)



El movimiento y la izquierda: otra relación es posible

A mediados de los ochenta, una nueva ola de movilizaciones brindó a mi generación la oportunidad de recuperar la iniciativa política en las calles tras el “desencanto” postfranquista. Fueron los años de la campaña contra la OTAN, el movimiento estudiantil del curso 1986/1987, la huelga del 14-D, las movilizaciones contra la Guerra del Golfo, la campaña contra el V-Centenario, etc. La ola se extendió de mediados de los ochenta a la primera mitad de los noventa y a pesar de no ser comparable a la ola precedente de los años de la transición, sirvió para que toda una generación se formase políticamente y consiguiese experimentar nuevas formas de hacer política. Seguramente el movimiento antimilitarista represente mejor que ningún otro lo positivo de aquellos años. La desobediencia civil demostró que se podía articular una movilización capaz de incidir no ya sólo sobre las políticas públicas, sino sobre la propia estructura del Estado en uno de sus pilares fundamentales (la abolición del servicio militar obligatorio). A pesar de la moderación rampante que había seguido a la abrumadora victoria electoral del PSOE en 1982, hacer política desde la radicalización de la democracia era posible.

Al mismo tiempo, en el contexto de aquella ola de los ochenta, se formuló una buena idea que nunca alcanzó a desarrollarse plenamente: el “movimiento político y social”. IU eran sus siglas y no pocxs creímos en aquel proyecto con la rebeldía ingenua de la adolescencia y la convicción inquebrantable de que este mundo no es el único posible. Impulsada por la ola de movilizaciones, IU creció organizativa y electoralmente. Pero la ola no duró lo suficiente y en su fase descendente el proyecto inicial fue progresivamente abandonado.

La crisis de IU se expresó básicamente de tres maneras. (1) El oportunismo del PDNI, Esquerda de Galicia (apropiación oportunista y españolista del Esquerda de Galiza original) y muchos otros que decidieron recolocarse a la sombra el PSOE y los grandes sindicatos, donde se está, sin duda, mucho más calentito que en las calles, los centros sociales okupados y otros espacios del movimiento sin calefacción. (2) El consevadurismo identitario y autorreferencial del PCE, que se negó a afrontar su fin histórico junto al mundo soviético y prefirió iniciar la larga etapa de autoafirmación contra las demás familias de la izquierda de la que todavía no parece haber salido. Y last but not least (3), la salida en cualquiera de sus dos sentidos —de vuelta a casa o hacia la política de movimiento— de un montón de activistas que transitaron por IU en sus años buenos (y entre los que se cuenta quien esto escribe).

Para cuando llegó la siguiente ola de movilizaciones, IU ya no era un instrumento político, sino esa bizarra jaula de grillos que siempre ha conocido la generación altermundialista. La ola iniciada entre Chiapas y Seattle cogió a IU completamente fuera de juego, incapaz de dialogar con una eclosión sin precedentes de otras formas de hacer política y altos niveles de movilización social. Durante el periodo de movilización subsiguiente no habrá mejor evidencia, más real y más cruel para IU, que sus propios resultados electorales (la única herramienta con la que IU se ha querido medir hacia el exterior desde a primera mitad de los noventa). En este contexto de creciente aislamiento del movimiento real, IU irá de refundación en refundación hasta la refundación final.

El interfaz representativo

La ola altermundialista que se desplegó desde finales de los noventa a mediados de los dos mil ha sido un proceso que ha dejado tras de sí una rica experiencia a la par que ha consolidado un importante entramado institucional del movimiento: desde los centros sociales hasta los medios de comunicación alternativos, pasando por una constelación de organizaciones (sindicatos, colectivos, etc.) de distinto tamaño, temática y práctica política. En este sentido, el balance por la izquierda de la última década sin duda es mucho más positivo para la política del movimiento que para la política de partido. A día de hoy el activismo es mucho más fuerte, dispone de mucha más experiencia acumulada y está mucho mejor organizado que a mediados de los años noventa. Por más que los pesimistas de la razón no dejen sus quejas plañideras sobre la ausencia de masas en las calles, los optimistas de la voluntad saben que la multitud no se guía por las estructuraciones hegemónicas del modo de mando leninista. La multitud no se convoca con una circular del Partido, se invoca con el gesto que nace de la siempre difícil conjunción de fortuna y virtu.

No obstante, tampoco hay tanto como para ser triunfalistas. La política del movimiento apenas está dando sus primeros pasos y a pesar de su enorme potencia, la última década arroja interrogantes preocupantes sobre la capacidad de las redes de activistas para conseguir influir sobre los procesos legislativos y la estructura del propio poder soberano del que se escinden y al que se oponen. Mal vamos si la utilidad de las movilizaciones se ha de limitar a echar al PP del poder (o a impedir que vuelva) para que ocupe su lugar el PSOE. Los movimientos necesitan urgentemente un interfaz propio en el gobierno representativo o por el contrario serán víctimas de su propia incapacidad para hacer frente a la deriva neoliberal.

Llegado este punto cabe cuestionarse si el interfaz representativo puede ser construido interactivamente con las organizaciones de partido existentes o si, por el contrario, ha de surgir de las propias redes activistas. A favor de la primera idea encontramos la genealogía común que comparten las organizaciones de partido de izquierda con las redes activistas en la política del movimiento. Aunque por la modalidad de institucionalización seguida hoy pueda costar identificar que en otro momento fueron organizaciones de movimiento, los partidos políticos de la izquierda se originaron en las diferentes expresiones de la política del movimiento (del movimiento obrero surgieron los partidos socialistas y comunistas, de los nacionalismos sin Estado los partidos nacionalistas, etc.).

Históricamente fue el éxito del movimiento el que obligó al poder soberano a readaptar la forma-Estado para acomodar a las elites nacidas de las organizaciones del movimiento. Por medio de la conocida tesis sobre la “ley de hierro de la oligarquía”, Robert Michels mostró ya a principios del siglo pasado las posibilidades de acomodación de las elites obreras. Desde entonces, este mismo patrón de acomodación se ha venido observando en diferentes países de maneras diversas. Las más recientes integraciones de aquellos partidos que se decían “anti-partido” serían el último capítulo de una misma historia (el caso más notorio vendría a ser el de Die Grünen en Alemania).

La crítica a esta primera modalidad de producción del interfaz representativo podría venir de la dependencia que estas organizaciones han originado respecto a sus propias trayectorias (lo que los politólogos denominan path dependency). Al fin y al cabo, vistas las experiencias que desde el movimiento se han hecho con estas organizaciones (a menudo marcadas por fuertes niveles de conflicto resultantes del recurso al poder soberano con una finalidad disciplinaria), no resulta extraño que las redes activistas (especialmente aquellas que han conocido la política de partido de primera mano) guarden una distancia prudencial respecto a los propios partidos políticos.

En este sentido, quien desease reorientar su organización de partido hacia la función de interfaz representativo del movimiento habría de realizar una inversión nada desdeñable de esfuerzo en construir las relaciones de confianza necesarias. Y cuando decimos confianza no nos referimos a tejer redes de complicidad personal, sino a la seguridad que nace de las garantías de una procedimentalidad adecuada, transparente, debidamente institucionalizada. Desafortunadamente, en nuestro entorno inmediato no se observan indicadores significativos en este sentido.

La segunda modalidad con la que producir un interfaz representativo sigue la dirección opuesta a la anterior y parte de abajo, pero no para ir hacia arriba, sino para difundirse horizontalmente de acuerdo con el principio federal. Aunque de manera incipiente y a todas luces insuficiente, el zapatismo ha avanzado algunas ideas estratégicas importantes por medio de sus apotegmas “abajo a la izquierda”, “caminar preguntando” y otros, su ejemplo práctico resulta todavía insuficiente en los contextos de las sociedades postfordistas. En la lógica categorial del eje vertical la legitimidad indudable que se gana de partir desde abajo y en ruptura desobediente con el poder soberano se expone a un pronto agotamiento si se insiste en repetir las fórmulas del pasado (desde el partido obrero de masas a la organización ideológica de vanguardia).

Desafortunadamente, esto es algo que no parecen tener muy claro todavía los activistas de las organizaciones que aspiran a construir el interfaz representativo desde la política del movimiento. La matriz leninista de organizaciones tan variadas como la neotrotskista Izquierda Anticapitalista o los partidos independentistas que habitan algunos proyectos innovadores como las CUP constituye a día de hoy el principal impedimento para la producción del interfaz representativo. El cambio gramatical de nuestros días pasa por hacer definitivo el Good bye Lenin! y no por la explotación de la legitimidad que nace en la desobediencia con fines partidistas. La razón para ello es, si se quiere, paradójicamente leninista: el modelo consistente en transponer la organización fabril al partido de masas que tan bien funcionó durante el fordismo ya no está operativo en el mundo de hoy.

¿Refundar lo irrefundable?

Tras años de broncas, expulsiones y sectarismo, parece que IU se anima a salir por fin de su universo cainita y se dirige de nuevo a la sociedad. La propuesta sería enormemente esperanzadora de no tratarse de la enésima mutación de un mismo conjunto de problemas sin resolver. Y es que a juzgar por documentos e intervenciones, IU se encuentra lejos de configurarse como el interfaz representativo del movimiento que necesitamos. Antes bien, su “refundación” apunta más bien al agotamiento de un modelo abortado (el “movimiento político y social”) y a la necesidad oxigenar una organización exhausta por su propia ineficacia. He aquí algunas razones para el escepticismo:

1. Un discurso ajeno a los cambios del mundo de hoy. A pesar de que en la última década se ha formulado un complejo y rico programa, IU no parece acusar recibo y se sigue moviendo en los márgenes conceptuales e identitarios de la llamada “izquierda transformadora”: la defensa (y no el rechazo) del trabajo, el feminismo de género (y no de su superación), la economía del crecimiento (in)sostenible y el industrialismo productivista, la relación con las tecnologías del (impresentable) canon digital, un republicanismo historicista y desconocedor de su propia teoría, el federalismo simétrico (EUiA frente a ICV), así como un largo etcétera que demuestra que IU sigue anclada en la programática obsoleta de siglo pasado.

2. Un modelo organizativo centralista basado en la hegemonía, la unidad y las grandes estructuras profesionalizadas del gobierno representativo. Contrariamente a lo que piensa IU (y muchos otros), la fragmentación ideológica y organizativa no es un problema, sino una riqueza, el síntoma del decrecimiento político. Sin embargo, IU persiste en operar dentro de un marco monista (el mito de la “unidad de la izquierda”) aspirando (en vano) a encuadrar el pluralismo del movimiento en una organización centralizada.

Como si todavía estuviese en vigor la fábrica fordista, IU sigue enfrascada en la idea de que es posible recomponer un centro de coordinación y decisión bajo su liderazgo (el del PCE). Lejos de haber entendido que la lógica de la representación opera desde la ley electoral (que IU no podrá cambiar) y que, por ello mismo, la unidad sólo se ha de formular en los términos tácticos de obtener los mejores resultados, IU se empecina en articularse como un proyecto homogéneo y homogeneizador sobre un territorio que no lo es.

La propuesta de IU sigue guiada por la reductio ad unum, por la erradicación de la diversidad mediante la producción del consenso hegemónico. Como se apunta en su documento sobre la “convergencia” (noción que es todo un síntoma en sí misma) el pluralismo es sólo una fase temporal previa a la asimilación de la diversidad exterior. Incluso aunque haya gente participando ingenuamente en el proceso, su único objetivo es ampliar la hegemonía del PCE a un nuevo círculo concéntrico. Significativamente, no se plantea la disolución del hegemón de la izquierda española (el PCE) a fin de crear un interfaz donde cada activista sea libre e igual.

3. La participación entendida como plebiscito, no como procedimentalidad democrática. En las ocho páginas del documento Guía para la refundación de la izquierda no se dice nada sobre los procedimientos que han de guiar los espacios de interacción con el exterior. Un solo ejemplo: se hartan de hablar de acabar con la discriminación de la mujer, pero no concretan ni la paridad más elemental. Tampoco se brinda una sola indicación sobre los mecanismos de rendimiento de cuentas y responsabilidades. En buena lógica, participar en este proceso, incluso aunque se coincida con los contenidos ideológicos, es como firmar un cheque en blanco a una organización que ha demostrado —por activa y por pasiva— una incapacidad notable para interactuar con el movimiento fuera de relaciones de dominio (la hegemonía gramsciana mal entendida).

4. El burocratismo sigue marcando por completo el funcionamiento de IU. Contrariamente a la apertura del proceso constituyente, de algo nuevo que exigen las circunstancias actuales, IU opta por un control administrativo del proceso (página 4 de su guía). En rigor, la “refundación” de IU propone los foros como espacios para detectar la realidad externa que se les ha escapado en los últimos lustros sin la menor intención de aplicarse las responsabilidades políticas derivadas de su intervención en todo este tiempo. Se trata de proyectar la organización hacia el exterior como una estrategia de diagnóstico, agenciamiento y captura de la sociedad que se mueve. Incapaz de afrontarse críticamente, IU ofrece tan sólo la mano tendida de la palabra huera, el procedimiento administrativo centralizado y la pluralidad inexistente de su interior.

5. Nacionalismo español. Acorde con la lógica de la reductio ad unum, se sigue reconociendo “España” como referente nacional de la totalidad de la ciudadanía, sin alternativa para las subjetividades que reniegan de la identidad nacional(ista) española. Esto, que de por sí ya es problemático para la ciudadanía en su conjunto, lo es tanto más para sus bases potenciales (el rechazo a eso que se llama “España” aumenta exponencialmente hacia la izquierda). En lugar de reconocer que el espacio a representar es hoy una realidad segmentada, compleja y asimétrica (para la que un modelo confederal seguramente es la única y última oportunidad de articular su territorialidad), IU persiste en salvar “España” de su fracaso histórico como Estado nacional.

6. IU sigue sin reconocer los efectos del neoliberalismo sobre la composición social del activismo (no sólo de clase, sino de género, origen, cultura, etc.). Su proyecto sigue (re)fundándose en la centralidad de la figura del trabajo asalariado estable, masculino, nacional, etc. En lugar de replantearse las estructuras de dominación que dice aspirar a combatir se decanta más bien por reproducirlas en su propia realidad organizativa. Sus planteamientos no rompen de manera explícita con las políticas conniventes de los grandes sindicatos, ni cuestionan los roles de género, el españolismo rampante, etc. Paradójicamente, aspiran a abrirse a un exterior donde esta crítica ya se ha realizado (muchas veces desde IU, contra IU y hacia fuera de IU). Tal es el acervo del movimiento.

Así las cosas, no parece que la refundación vaya a darnos muchas alegrías. Menos aún a servir para construir el interfaz representativo que urge a la política del movimiento. Mientras no se tomen en serio cuestiones como la disolución de los partidos dentro de IU, la procedimentalidad democrática, la aceptación de la disidencia, el principio federal, la autonomía social y demás factores intrínsecos a la producción del interfaz representativo, poco más cabe esperar que una pobre ampliación del círculo de la IU del PCE.