dimarts, de febrer 23, 2010

[ es ] Más acá del Estado de las Autonomías

Versión extendida del artículo del mismo título publicado por Diagonal (nº 120, 18 de febrero de 2010, págs. 34-35)




Allá por 1793, en los turbulentos giros de la Revolución que alumbraron el constitucionalismo moderno, el proyecto de la Constitución francesa decía en su artículo 33: «Un pueblo tiene siempre el derecho de revisar, de reformar y de cambiar su Constitución. Una generación no tiene el derecho de subordinar las generaciones futuras a sus Leyes; y toda herencia en las funciones es absurda y tiránica». El artículo se hacía eco del más conocido apotegma de Condorcet «a cada generación, su Constitución» y dejaba bien claro que no es posible que un orden constitucional pueda pretenderse eterno sin abocarse por ello mismo a la tiranía.

Desde esta perspectiva no nos debería sorprender que con el paso de los años se haya operado en la política española un extraño desplazamiento en relación a la Constitución. No pocos entre quienes se resistían antaño a cambiar la dictadura franquista por una democracia liberal, se presentan ahora como defensores acérrimos y salvaguardas de la ley fundamental, mientras que algunos de sus defensores de otrora se cuestionan hoy su vigencia de forma más o menos abierta. Al igual que entonces, los conservadores se resisten hoy a cuestionarse las estructuras del régimen en vigor como si en 1978 hubiésemos alcanzado una panacea política y la historia pudiese congelarse o llegar a un supuesto fin.

Y si todo esto es cierto para la Constitución en su conjunto, tanto más para la articulación territorial del Estado y la cuestión nacional. Como es sabido, los pactos constitucionales de 1978 no zanjaron la organización territorial del Estado, sino que procedieron más bien a superponer al Estado centralizado de las diputaciones, un inacabado y descentralizante Estado de las Autonomías. Por aquel entonces, el temor a hablar de un modelo federal con todas sus implicaciones (y, sobre todo, la creación de los Estados a federar) conllevó un acuerdo que no hizo sino preterir la cuestión nacional. Desde la instauración del régimen actual, sin embargo, la descentralización ha progresado al punto de que actualmente las comunidades autónomas gestionan el 40% del gasto público con el 50% de los empleados públicos. El Estado español es hoy uno de los más descentralizados de Europa, aunque no por ello uno de los más federalizados.

En este mismo tiempo, el progreso de la cultura de la descentralización se ha llevado a cabo disociado de la deliberación pública sobre el modelo de Estado, como si de realidades inconexas se tratara: el funcionamiento institucional, por un lado, y el debate político, por otro. La razón de fondo se encuentra en el carácter abierto e inacabado de los procesos de descentralización (por ejemplo, en la transferencia de competencias) y en sus paradojas ideológicas (por ejemplo, la existencia de nacionalidades sin nación). A diferencia de otras arenas políticas sobre las que los acuerdos de la transición alcanzaron consensos institucionales muy amplios, en la cuestión nacional se optó por una suerte de “pragmatismo negacionista”, esto es, por la negociación pragmática sobre el diseño del Estado de las Autonomías desde una política de reconocimiento más que deficitaria. En la práctica este pragmatismo negacionista ha alimentado el contencioso político de las últimas tres décadas y con él al establishment de la política de partido (concretamente, a la “generación de la constitución” en el lenguaje condorcetiano).

Aquí es donde se opera y hemos de considerar, no obstante, el cambio político fundamental de nuestros días, a saber: el tránsito de la política de partido a la política de movimiento. La falta de una respuesta constitucional acabada a la cuestión nacional se ha demostrado como una fuente incesante de conflictos identitarios. Al convertirse cada decisión (por ejemplo, la transferencia de una competencia) en una decisión sobre la propia naturaleza del régimen político, el propio Estado de las Autonomías se ha constituido como arte y parte del conflicto, alimentando, por una parte, el conflicto identitario, y por otra, estimulando la difusión de los repertorios de acción colectiva de los nacionalismos sin Estado de las comunidades autónomas “nacionalidad histórica” a las comunidades autónomas “región”. No es de extrañar que el propio progreso del Estado de las Autonomías se haya traducido en la emergencia y fortalecimiento de regionalismos varios.

Por si fuera poco, el déficit de legitimidad en Euskal Herria de la Constitución de 1978 y, por ende, del Estatuto de Gernika ha venido a complicar todavía más, si cabe, el escenario político de las últimas tres décadas (aunque a veces parece olvidarse, los estatutos de autonomía son leyes derivadas de la Constitución de 1978 y no constituciones de Estados federados). En este periodo, el conflicto vasco ha operado como pivote no sólo de los demás conflictos nacionales, a la manera de un exterior constitutivo de los nacionalismos catalán y gallego, sino que al mismo tiempo ha servido de manera fundamental y decisiva al nacionalismo español en su readaptación autoritaria y desdemocratizadora al régimen constitucional como ideología de legitimación del poder soberano. Por medio del recurso sistemático a la excepción y a la cultura de la emergencia —no ajeno a los cambios globales promovidos por la guerra global permanente—, el nacionalismo español ha podido readaptar su matriz identitaria iliberal, católica y autocrática a un contexto institucional inacabado. A resultas de esto mismo, el nacionalismo español ha acabado por facilitar la emergencia de un contramovimiento nacionalista español que se puede retrotraer a las movilizaciones por el sacrificio cristológico de Miguel Ángel Blanco.

Pero el contramovimiento, como es sabido, es una forma subalterna y reactiva del movimiento. En el contexto de la nueva cultura de la emergencia (visible en el desplazamiento progresivo de la gestión político-policial a la gestión mediático-judicial del conflicto vasco) ha llegado incluso a reconstituir una hegemonía sobre el espacio público (la ideología del mal llamado “patriotismo constitucional”, de la maniquea contraposición identitaria del “soberanistas” versus “constitucionalistas”, etc.). Ello no ha impedido, empero, que desde la política de movimiento se haya reconfigurado una nueva estrategia que ha redefinido el escenario político a partir de una demanda de radicalización democrática basada en las nuevas potencialidades de la política del movimiento.

De Euskal Herria a Catalunya…

De un tiempo a esta parte asistimos a acontecimientos importantes que —a falta de desarrollos concluyentes— podemos aventurar como síntomas de un cambio de tendencia en el conflicto nacional. El desplazamiento del exterior constitutivo nacionalista español de Euskal Herria a Catalunya y la redefinición actual de la estrategia abertzale han puesto de relieve un cambio de escenario que no es sino el reflejo de una transformación mucho más profunda de lo político, a saber: el paso de la política de partido a la política de movimiento; tránsito éste que es a su vez coincidente con la emergencia del protagonismo de una “generación sin constitución” (la que no ha podido votar el ordenamiento constitucional en vigor).

En este sentido, el agotamiento de las estrategias del nacionalismo vasco —visible en el regreso a las armas de ETA, en el fracaso del Plan Ibarretxe y en la conquista del poder por el nacionalismo español gracias a la política de la excepción— ha desplazado a Catalunya el epicentro del conflicto nacional. Sintomáticamente, de hecho, ha sido en el nacionalismo catalán y no en el nacionalismo vasco donde ha progresado más el paso de la política de partido a la política de movimiento. Consideremos brevemente algunos de los desarrollos más recientes del catalanismo.

En primer lugar, el proceso de reforma del Estatut —claro ejemplo de la política de partido— arroja un preocupante déficit de legitimidad, visible por demás en todos los indicadores electorales posibles: menor participación (del 59,70% al 48,85%), menor porcentaje del Sí (del 88,15% al 73,24%), mayor porcentaje del No (del 7,76% al 20,57%), mayor porcentaje de voto en blanco (del 3,55% al 5,29%) y mayor porcentaje de voto nulo (del 0,48 al 0,90%). Por si fuera poco, medios de comunicación y partidos políticos, en un notable ejercicio de razón cínica limitaron la lectura de estos datos a tildar al ciudadano de desafecto al régimen y a entonar falsas asunciones de responsabilidades por la baja participación electoral (ejemplo de razonamiento ideológico donde los haya, la ciencia política hegemónica suele analizar la participación en términos cuantitativos, esto es, como “baja” o “alta”, y no los términos cualitativos y menos dicotómicos de una participación de calidad).

En segundo lugar, y en contraste con el proceso estatutario, nos encontramos con la movilización ciudadana del 18-F. Buen ejemplo de la política de movimiento, la Plataforma pel Dret de Decidir (PDD) convocó a la ciudadanía bajo el lema “Som una nació i tenim el dret de decidir” y obtuvo uno de los mayores respaldos sociales de que se recuerda. Y no sólo seis meses antes de la votación del Estatut, sino también más adelante, con motivo de las movilizaciones por las infraestructuras o incluso, más recientemente, y ya bajo la mutación en otras plataformas de las redes sobre las que se sostenía la PDD, por medio de la organización de consultas sobre la independencia.

Algo falla, pues, en la política de partidos y algo funciona en la política del movimiento. Entre las cosas que funcionan está claro que se encuentra una participación ciudadana formulada desde la autonomía de la sociedad y fuera de la égida gubernamental. Lo que se está dando hoy no es la desafección a la democracia, sino al gobierno representativo (a la política de partidos, medios e instituciones delegativas). Basta con observar el carácter completamente marginal de las ideologías totalitarias para darse cuenta. Nada de ello escapa, sin embargo, a un establishment político que hace tiempo que se sabe cuestionado de manera permanente y se confía a la deserción masiva de la participación institucional como la mejor manera de conservar sus parcelas de poder.

No obstante, en la búsqueda de solventar el creciente déficit de legitimidad, en las últimas décadas el gobierno representativo se ha preocupado por dar forma institucional a la participación creciente de la ciudadanía. Desafortunadamente, esto se ha hecho, por lo general, desde una lógica de tutelaje político contraria a la lógica constituyente de la política del movimiento que se ha mostrado, por demás, insuficiente a la hora de satisfacer las demandas ciudadanas. Y esto cuando desde las instituciones no se ha optado por negar directamente la iniciativa ciudadana. Sintomáticamente, se podría recordar aquí como la iniciativa legislativa popular contra los transgénicos Som lo que sembrem fue ninguneada en el Parlament después de haber conseguido, no obstante, más firmas (poco más de cien mil) que votos tienen los tres diputados del sexto partido de la cámara, Ciutadans (poco menos de ochenta mil).

Junto al fortalecimiento de la autonomía —y en parte responsable del mismo— ha progresado también un importante giro en el discurso político, ajeno a la habitual etnificación de la política de los nacionalismos sin Estado. Además de ampliar el derecho de ciudad a los jóvenes de más de 16 a 18 años, las convocatorias por la independencia han incluido en sus censos a los nouvinguts (los “recién llegados”, concepto a leer en lógica evidencia de que nadie es originario de ningún lugar, salvo quienes viven en Olduvai). Ciertamente, los detractores del catalanismo (entre ellos incluso algunos activistas catalanes) podrían aducir que este giro en el discurso es oportunista. Preferíríamos, no obstante, leer la tendencia de modo distinto, en la convicción de que el giro todavía no se ha consolidado y dista mucho de erradicar las viejas inercias y lógicas identitarias; todo lo cual no impide que estemos hablando de una transformación bien real y que alcanza a integrar a quienes quedan fuera de las concepciones aristocráticas —por restrictivas— de la ciudadanía.

Sin embargo, llegado este punto, el contraste entre la política de partido y la política de movimiento se hace cada vez más evidente. Nótese, si no, la gran diferencia que hay entre las lógicas políticas de las consultas, por una parte, y del caso de Vic y el empadronamiento de los migrantes, por otra. Mientras que en el primer caso, los partidos nacionalistas fueron subsumidos en la lógica constituyente de una nueva ciudadanía, subordinándose a los procesos asamblearios, en el segundo caso nos encontramos con una lógica del gobierno representativo en la que Esquerra o CiU se dejan arrastrar y construyen sus propios discursos en la explotación del racismo y la xenofobia de los grandes medios de comunicación.

Así las cosas, la precampaña electoral ha comenzado ya sin que todavía se conozca la sentencia sobre el Estatut. En el mundo independentista el progreso de la política de movimiento ha provocado una importante inestabilidad e inquietud en las políticas de notable y de partido. Notables como el ex conseller Joan Carretero, el alcalde Carles Mora o el presidente del Barça Joan Laporta han avanzado su intención de presentarse a las elecciones, si fuera necesario creando sus propias organizaciones o negociando el liderazgo del impulso independentista reciente.

En la política de partido, por su parte, los desarrollos recientes se encuentran directamente relacionados con la situación y estrategia de la principal organización del independentismo catalán: Esquerra Republicana de Catalunya. A pesar de la sangría permanente de votos que conoce convocatoria tras convocatoria, Esquerra ha persistido en no perder perfil como partido de gobierno. Ello le ha llevado a derivas claramente derechistas como su posición con el empadronamiento de migrantes o el impuesto de sucesiones.

Aquí se han de destacar dos estrategias alternativas. La primera, subordinada a la política de notables, ha sido la del conseller Carretero y Reagrupament que, por lo que se ve, no está dando los buenos resultados a pesar de un intencionado apoyo mediático orientado a minar a Esquerra. La segunda, subordinada a la política de movimiento, ha sido la de las Candidaturas de Unidad Popular (CUP), que han decidido no presentarse de momento a las elecciones autonómicas y seguir optando por el fortalecimiento de un proyecto municipalista, de base y en un contacto cotidiano con las luchas sociales.

…y de vuelta a Euskal Herria

Para acabar de completar el complejo panorama de estos últimos tiempos, hemos de volver la vista sobre los desarrollos recientes de la política vasca. Tras la conquista electoral-judicial del poder por el nacionalismo español, se ha abierto un escenario político inédito marcado por el paso del PNV a la oposición y el debate interno de la izquierda abertzale. Atrás ha quedado la etapa del Plan Ibarretxe y del fin de la tregua de ETA. Por delante parece inagurarse una etapa de mayor calado del que quieren reconocer los partidarios de la estrategia de la tensión y la nueva cultura de la emergencia. En este sentido, los pasos dados por la izquierda abertzale con su debate estratégico contrastan con las campañas mediáticas lanzadas desde Interior por el ministro Rubalcaba sobre una acción inminente de ETA o las más recientes insinuaciones sobre la búsqueda de financiación del grupo armado en el narcotráfico.

Cierto es que puntualmente comienzan a escucharse comentarios mínimamente críticos como las declaraciones del presidente PSE Jesús Eguiguren cuando afirma: “Creo que es sincera la voluntad de Batasuna para buscar el modo de dejar la vinculación con el terrorismo. Cuando dice que hace un debate para buscar salidas, no es una estrategia para engañar a la policía, a los periodistas, a los partidos... y colarse en las elecciones municipales”). Desafortunadamente, la falta de una iniciativa política política valiente y rompedora sigue al orden del día, tal y como se demuestra en la reciente polémica en el jucio de Otegui.

Así, el impresentable trato dispensado por la juez Murillo a un Otegui en huelga de hambre e incriminado con unas pruebas cuyo significado el propio tribunal admite desconocer por falta de una traducción entra ya directamente en el terreno de lo kafkiano y evidencia de todo punto el vergonzoso nivel de degradación a que se ha llegado por culpa de la nueva cultura de la emergencia y el excepcionalismo del soberano español. Y a pesar de ello, parece que el giro estratégico de la izquierda abertzale está progresando y puede realmente culminar en la ruptura con el modo de movilización propio de la lucha armada de base nacional en el tránsito al postfordismo (el MNLV).

Con todo, queda por verificar si este giro conlleva el cambio de gramática política que demanda el conflicto vasco. Paradójicamente, los independentistas catalanes han estado mirando hacia Euskal Herria para poder encontrar un exterior constitutivo de su identidad política y, sin embargo las cosas apuntan más bien a que, en toda la inevitable asimetría de cada nación, sea el nacionalismo vasco el que haya de mirar hacia los desarrollos más originales y recientes del catalanismo si, finalmente, desea convertirse en un actor capaz de catalizar la ruptura constituyente de estos días.