diumenge, d’abril 22, 2012

[ es ] Píldoras de antagonismo, 7: dictadura selectiva


La historia del siglo XX fue la historia del progreso democrático. También lo fue, y no por casualidad, del progreso de la política de movimiento. Ambos procesos se encuentran, de hecho, entrelazados. No podría ser de otro modo: la democratización, por el simple hecho de ser el democrático un régimen fundado en la participación ciudadana, no puede llevarse a cabo sin la acción colectiva (necesariamente contenciosa cuando la democracia todavía no se ha instaurado). La acción colectiva, por su parte, precisa de operar de manera democrática para poder sostenerse en el tiempo (todavía hay un enemigo del movimiento peor que la represión externa a él: la ausencia de democracia entre quienes lo impulsan). En suma: sin democratización no hay movimiento, sin movimiento no hay democratización.

Cosa distinta es, empero, que la acción colectiva institucionalizada en un determinado régimen político (por ejemplo, las elecciones de acuerdo con la ley electoral en vigor) sea suficiente para garantizar el gobierno democrático y no, por el contrario, la base sobre la que cercenar las bases mismas de la democracia. La ley electoral actual, de hecho, permite que algo así como un 30% pueda disponer de una mayoría absoluta para imponer sus políticas. O que la falta de mecanismos de rendimientos de cuentas ante la ciudadanía permitan despropósitos como gobernar sin dar la menor explicación o, peor aún, dando explicaciones de vergüenza ajena

Los límites de la democracia dicha liberal

Cuando la capacidad institucional de un régimen agota sus fuentes de legitimidad, aparecen inevitablemente formas contenciosas de acción colectiva que problematizan la desdemocratización. Esto es lo que fue el 15M. Pero no es menos inevitable que quienes se benefician de la corrupción del régimen y su deconstitución echen mano de los recursos a su alcance para ahogar la movilización social.

Aquí es donde nos encontramos hoy: ante la estrategia de la tensión, ante la búsqueda desesperada de la restitución de un control social que se le escapa por doquier al partido del orden cuando el partido de la democratización se rebela contra el régimen. El mando se aplica, una vez más, al abecé de la teoría del Estado absolutista. 

Como nos recordaba Jorge Moruno, ayer mismo:
Podemos afirmar que la venganza puede aplicarse también a aquellos súbditos que deliberadamente niegan la autoridad del Estado establecido (...) Pues la naturaleza de esta ofensa consiste en renunciar a la sujeción, lo cual constituye un regreso a la condición de guerra comúnmente llamada rebelión; y quienes cometen una ofensa así, no sufren como súbditos, sino como enemigos. Pues la rebelión no es otra cosa que una renovación del estdo de guerra 
Thomas Hobbes, Leviatán.

Para quien desobedezca, la condición de guerra; ya no serán considerados súbditos, sino enemigos. La dialéctica schmittiana de tan hobbesiana inspiración renace en el seno mismo de la matriz liberal, dejando la democracia de lado para que pueda, al fin, revelarse el mando en su carácter puramente dictatorial. Allí donde la dictadura no puede ser impuesta a escala de masas, los autócratas necesitan abrir las fisuras en el régimen de garantías que les permitan ir generalizando una cultura de la emergencia.

Un lento instaurarse de la dictadura

La dictadura se ha de experimentar hoy a nivel molecular antes de que pueda corromper de forma generalizada las garantías del régimen democrático. La vieja lección nazi de los años de Weimar reaparece hoy reformulada con las mismas tácticas de siempre (la deshumanización del enemigo, la violación preventiva de la esfera privada, etc.) sólo que actualizadas al gran éxito democratizador de la política del movimiento en el siglo XX, desplegadas desde el interior de la democracia liberal. Urge recuperar a Poulantzas cuando nos decía que el fascismo no es más que el capitalismo bajo el estado de excepción.

Se trata de una dictadura selectiva, un régimen de poder que puede alimentarse en la democracia limitada que es la democracia liberal mientras la multitud no desborde por medio de la generalización de prácticas desobediente su marco institucional. Éste mismo, el régimen de la democracia liberal se ha demostrado históricamente contingente a la potencia de la multitud, funcionalmente inoperante, por ello mismo, al mando neoliberal.

Que nadie se confunda, empero: la destrucción de la democracia liberal a manos del liberalismo autocrático requiere su tiempo. Este es el precioso margen de acción en que debe desplegarse la política de movimiento: rehuyendo a los repertorios funcionales a la estrategia de la tensión (así, por ejemplo, el quemar contenedores por el simple gusto de hacerlo), pero sin retroceder ni un ápice en la práctica y difusión de aquellos otros repertorios que cambien el miedo de bando hasta instaurar la procedimentalidad de la democracia absoluta, el régimen político del común.